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Nacer de nuevo

Reportaje sobre el cáncer de mama

Relatos de superheroínas que no tienen poderes. Llenas de optimismo; ganas de luchar; de enfrentarse a un enemigo inesperado e indeseado. Cuentos que se desarrollan a diario. Más cerca de lo que piensas. Cuentos para todos. Y con finales felices, seguro.
En una cálida tarde, a finales del mes de noviembre en La Herradura, dentro del bar Luciano se celebraban los goles de la jornada 15 Madrid-Sevilla. Mientras, fuera, en la terraza, se comentaba otro partido. La crónica de una victoria; una victoria contra el cáncer de mama.


María Esther Ragel tiene 44 años y vive en La Herradura, Granada. El ocho de febrero de 2016 cambia su vida. Le detectan un cáncer de mama hormonal en el pecho derecho: “El nombre es fuerte. Cáncer. Es una cosa que realmente tienes que afrontar. Claro que es duro. Te cambia la vida”.
El 15 de septiembre hizo 10 años que se casó. Su padre se llama Rufino y su madre se llamaba Joaquina. Falleció hace 12 años. Reconoce que con su madre lo tenía todo: “Vivía en un jardín de rosas. Ella vivía por mí”. Esta protección que recibió de su madre, es la que ahora proyecta en su hijo Roberto de nueve años, al que adora.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad su hijo tenía siete años. Su objetivo era causarle el menor sufrimiento, que no fuese consciente por todo lo que estaba pasando: “Yo le dije que mamá tenía un granito. Que me tenía que operar. Él me decía: ‘Mami yo te voy a ayudar, yo te voy a cuidar’”. Aun así, considera que su hijo ha sido consciente, a pesar de que no le contó nada: “Él ha vivido situaciones difíciles pero disfrazadas por mi parte. El día de mañana sabrá que no he sido clara con él”. Esta protección también la dirigió a su padre y a su marido: “Si ellos están bien, yo estoy bien”.


Antes de comenzar todo el proceso quiso informarse, preguntando a mujeres que habían vivido lo mismo, buscando vídeos e información en internet. Ella quería saber: “Tenía que superar lo que tenía; afrontar lo que venía. Ver que la que podía era yo y que eso no podía conmigo.”
La operaron el seis de octubre de en el hospital Santa Ana, en Motril. El doctor IzaGoñola, especializado en mama, fue el encargado de su operación: “Hasta ahora sigue apoyándome y estando a mi lado. Como médico, como humano y como todo, es una persona excelente. El equipo que he tenido… no tendría palabras para describirlo”.

El mismo día de su operación le preguntó a la enfermera si podía verse. Se sentía fuerte. Horas después de su operación vio su cicatriz. Su herida: “Hay que sentirse fuerte. Ser positivo y salir adelante. Pensar que uno puede. No es fácil, pero hay que intentarlo”.


Tras haber pasado por ocho sesiones de quimioterapia, que hicieron que la parte del tórax se le cerrara, y 25 sesiones de radio, lo que más feliz le hace es saber que su hijo nunca ha perdido la sonrisa; sus ojos marrones oscuros, iluminados por los últimos destellos del atardecer, se llenan de recuerdos, de lágrimas: “Ha sido un niño feliz. Mi niño no ha vivido sufriendo. Mi niño ha vivido riendo”.
La quimioterapia también le debilitó las uñas y el pelo. Es aquí cuando la enfermedad se hace más visible: “Estos fármacos te matan una cosa y te dejan otra dañada. A lo mejor estás más cansada, los huesos te duelen un poquito más… son muchas cosas que tienes que ir viendo”.


Vivió el proceso que le recomendaron los médicos de cortarse el pelo poco a poco. Intentar acostumbrarse al cambio. Hasta que llegó el día en el que la quimio cumplió su función de debilitarle el pelo por completo. Decidió raparse su melena. Acudió a la peluquería de una amiga que siempre le decía que quería cortarle el pelo, aunque no de un modo tan rotundo. Su amiga, con dolor, le pasó la maquinilla. En la peluquería predominaba el silencio. En la cara de María Esther quitarle dramatismo al asunto, con una sonrisa. Nada más salir acudió con su marido a comprarse una peluca: “Debo reconocer que todas me quedaban bastante bien”, sonríe.


La peluca formó a ser parte de su día a día. Su fiel compañera. No se la quitaba para nada. Se acostaba con ella. Se duchaba con ella. Era su cabeza y su pelo. Y todo esto en un verano caluroso en la costa tropical de Granada: “Tenía miedo de que mi hijo, cuando me tocaba el pelo, se me cayera la peluca, pero se quedaba intacta, no se movía”. En la actualidad, luce una melena ondulada oscura que le llega a la altura de la barbilla.


Tomó la costumbre de maquillarse cada mañana: “Eso que nunca me he maquillado”. Se pintaba las cejas, aprendió a hacerse la raya para disimular la falta de pestañas. Estaba igual que antes de la enfermedad. Considera que la estética es lo que más les puede preocupar a las mujeres y eso las daña muchísimo, pero ella supo sacarse partido. Lo importante era ganarle la batalla al cáncer: “Es una cosa dura y que se supera, que se sale adelante y se cura”.

Aconseja a toda aquella persona que tenga que pasar por esta u otra enfermedad que no se rinda. Que saque fuerzas y luche. Que la combata: “Porque tú puedes más que lo que ella quiera hacerte a ti misma. Me he querido comer el mundo. No me he querido ir”.


Mientras en el relato de María Esther Ragel existe satisfacción por el trato médico, en otros, aparece el sabor amargo de qué habría pasado si su cáncer de mama se hubiese detectado un año antes.
Hace cinco años superó un cáncer de tiroides, que le hizo pensar que tendría que abandonar una de sus mayores aficiones: cantar. Pero no fue así. Hace tres años le tocó echar otro pulso, pero esta vez, contra el cáncer de mama. A pesar de contar con familiares que habían sufrido esta enfermedad, nunca pensó que le podría suceder: “Después de pasar por el de tiroides nunca pensé que me tocaría el de mama, pero mira, me tocó. E incluso ahora, después de haber pasado por este, sigue en mi cabeza que yo no tengo por qué tener otra cosa; hay que ser positivo”.
Isabel Ortega es la penúltima de nueve hermanos. Tiene dos hijos: Sandro y Alba. Al casarse con un “muchacho” de La Herradura, reside en esta localidad. Vive a pie de playa. Desde el balcón de su casa puede verse el mar: “Ves el sol, la playa, todo esto que nos rodea todos los días, que a lo mejor es tan bonito y no nos damos cuenta de que lo tenemos. Sales a la calle y empiezas a valorar. Es como si hubieses nacido de nuevo”.
Su relato está lleno de fallos médicos que podrían haber supuesto un desenlace diferente. Por suerte, Isabel, le sonríe a la vida con 44 años.


Un día detectó un pequeño bulto en la parte superior de su pecho izquierdo. Pensó que podría ser de grasa, aun así, decidió acudir a su consultorio para que la auscultaran. Le dijeron que no era nada. Que era un quiste de grasa que le salían a las mujeres. Ese “quiste de grasa” siguió creciendo. El miedo de Isabel Ortega se hizo patente y pensó que al igual que a su hermana, su abuela paterna, su sobrina o su tía, hermana de su padre, podría tener un cáncer de mama.


Volvió a acudir al médico. Pidió una mamografía. Tuvo la mala suerte de que falló y no se vio nada: “Yo me vine a mi casa tan contenta”. Pasan cuatro o cinco meses y el quiste sigue haciéndose más visible. Isabel se sentía peor, se mareaba: “Mi cuerpo estaba agotado”. Le volvieron a repetir la prueba. Volvió a fallar. Ese día no quería irse del hospital. Le hicieron una ecografía. Tampoco salía nada. Exigió una biopsia, ya que el
bulto era lo suficientemente grande como para realizar esta prueba. A los cuatro días, la llamaron: “Me dijeron que sí, que me habían detectado cáncer”.


Si le hubiesen detectado el tumor a tiempo, quizás no le habrían tenido que cortar el pecho. Tuvo metástasis en los ganglios del pecho y brazo. Perdió el ganglio centinela: “Fue un fallo gordo. Se podría haber salvado el pecho de otra manera, o no haberlo pasado tan mal como lo pasé. Estamos con los médicos como a medias. Se reconoce que como humanos, fallamos”. Reconoce que el cáncer de mama fue mucho más duro que el de tiroides: “Con el de tiroides lo pasé mal, no podía mover el cuello. El otro fue mucho peor. Perdí el pelo; el proceso era más largo y me desesperé más. No podía dormir. Me hartaba de llorar”. Pero esto no hizo que Isabel se rindiera: “Vamos a ser fuertes y seguir adelante con lo que nos ha tocado”.


José Manuel, su marido, e Isabel, se enteraron a la vez de la noticia: “Él estaba igual que yo. Estábamos diciendo ¡ay que ver lo que nos ha caído!”. Tras desahogarse en las escaleras del hospital, Isabel llamó a su madre. Carmen le daba ánimos. Le decía que no se preocupara, que eso no era nada y que se curaría al igual que su otra hija. Le decía que la vida es así, que te pone a prueba. Tenía que luchar por sus hijos y ser fuerte: “Si mi madre ha tenido nueve hijos y ha luchado tanto, tenía que ser como ella, una mujer fuerte. Me mentalicé de que hay que luchar hasta el final, y así lo hice”.


La noticia también se la contó a sus hijos, de la manera más natural. Les explicó que la tita y su sobrina habían pasado por lo mismo y se habían curado: “Lo entendieron bien. El niño tenía siete u ocho años, y la niña 11 o 12”.
-¿Cómo fue el impacto de verte sin el pecho?
– Mmmm… ¿Te digo una cosa? Siempre he tenido mucho complejo con el pecho. He llegado a tener una 120. Cuando me vi con menos, porque no es como antes que te lo quitan todo, te dejan algo, dije: ¡Madre mía! (la risa se apodera de ella) ¡Con lo que he soñado con tener menos pecho! Dentro de lo malo, le he visto la parte positiva.
Hasta que se hizo la reducción del otro pecho, usaba unas esponjas para disimular la diferencia. No se notaba nada. Hace un mes se realizó la operación. Ahora solo le queda la reconstrucción del pezón: “Diremos que ha sido un final feliz para mí”.


La quimioterapia tampoco le sentó bien. La primera sesión le dio problemas, al igual que la segunda y tercera. No pudo darse la cuarta. Se quedó sin respiración mientras le
administraban la tercera sesión: “Cada vez que me iban poniendo otra, mi cuerpo como que no lo aceptaba, todo me sentaba mal”. De aquí, pasó al Hospital Clínico de Granada, donde le dieron 21 sesiones de radioterapia; del Clínico no tiene queja del equipo médico: “Allí el trato fue mejor”.


María, una mujer que colabora en la Asociación contra el cáncer en la localidad, le dijo que en el hospital había pelucas, al igual que las enfermeras que le daban la quimioterapia. Rellenó un papel y la bajaron a una habitación llena de pelucas. Todas eran rubias. Ella era morena. Justo vio una que cumplía con sus deseos. Era de su mismo largo, oscura y ondulada: “Dije: ¡Mira, si parece que me estaba esperando a mí!”, comenta entre risas. Además le dieron dos pañuelos, uno rosa y otro azul, que los usó para ponérselos en casa: “Creo que lo habría pasado peor antiguamente que no había pelucas ni nada; salir con un pañuelo. Yo lo que no quería era verme diferente”.
El cirujano le recomendó que se cortara poco a poco el pelo para que el cambio no fuese tan rotundo, pero ella, que asegura que es una cabezona, decidió no cortárselo hasta el último día, cuando vio cómo su pelo caía por sus hombros: “Si me va a afectar lo mismo, sé que lo perderé igual. Y como cuando te dan la primera sesión de quimio tarda el pelo en caerse dos semanas, yo pensé que si podía estar con mi pelo dos semanas más…”. Ese último día, ella jugaba con su pelo, lo entrelazaba entre sus dedos, mientras su amiga ‘Juani’, que había ido a visitarla, le decía que parara, que se estaba poniendo mala de ver como el pelo “se le caía a chorros”.


Cuando se fue, Isabel se dirigió al baño, sabiendo que era el momento de pasarse la maquinilla. La puso al cuatro: “Yo todavía no quería verme sin nada de pelo, calva”. Todo esto ante la atenta mirada de su hijo Sandro que tenía siete años. Por la inocencia de su boca dijo: ¡Uy mamá, qué fea! José Manuel, su marido: “No le digas eso a mamá, se lo ha tenido que cortar porque le van a dar un tratamiento y se le va a caer”. Isabel admite que ese comentario no le sentó mal: “Al fin y al cabo era un niño”.


Un hijo, un marido y toda una familia, que como muchas, pasan por el proceso de vivir una enfermedad como es el cáncer de mama. Golpea a todo su entorno. Cada año, según La Asociación Española Contra el Cáncer de Mama (AECC), alrededor de 25.000 casos nuevos se suman a la lista. Una lista llena de mujeres que no se rinden. Luchadoras. Con ganas de comerse el mundo, de seguir viviendo.

©2019 por Carmen María García . Todos los derechos reservados.​  Creado con Wix.com

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